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Carlos Camino Calderón

«Leyendo a Camino Calderón no nos aburrimos, y llegamos a dudar de que nuestro pueblo sea tan triste como ciertos cancioneros lo pintan. En sus páginas, la gramática parece bailar «zamacueca» teniendo como pareja al convencionalismo social; las palabras valen en la medida en que se desvían en su pronunciación o en su significado del lenguaje común, las faltas de ortografía dan sabor al relato como el ají a la comida criolla, y quizá el autor no use la pluma, sino palo de anticucho».

Este párrafo le pertenece al historiador Jorge Basadre y lo escribió como parte del prólogo de Diccionario folklórico del Perú (1945), uno de los libros del autor que nos convoca. Carlos Camino Calderón (Lima, 1884-Trujillo, 1956) fue un escritor de cuentos y novelas, ganador del Premio Nacional Ricardo Palma en 1949. Fue secretario del Ministerio de Fomento, canciller del Consulado en Guayaquil y director del archivo de la Universidad de Trujillo. En medio de una narrativa peruana de la época dominada por un realismo que tendía a ser serio y solemne, Camino Calderón encontró una vía distinta: la del humor popular como herramienta de observación y crítica.

Con ingenio, convirtió al aparente error gramatical en recurso expresivo; y a las tradiciones locales, en materia literaria. Su estilo irreverente y sabroso no solo revela un profundo conocimiento regional, sino también una apuesta por celebrar su vitalidad y diversidad. De acuerdo con Luis Alberto Sánchez, en su libro La literatura peruana, el estilo de Camino Sánchez es sencillo, apegado al molde naturalista, con «un aire entre «folclórico» e historicista adquirido a fuerza de deambular por el territorio nacional, de ser durante años residente de Trujillo, Chiclayo, Cajamarca, Ica, de todo el Perú». El relato que leerán a continuación forma parte del libro Cuentos de la costa, publicado por Camino Calderón en Trujillo en 1954.

Garantías individuales

José Vicente Rázuri, con ochenta o noventa años encima, constituía la más genuina encarnación de la «bonhomía» norteña.

La circunstancia de ser copropietario y Gerente Administrador del «Hotel Colón», de Piura, le permitía el trato frecuente con la especialísima casta de los agentes viajeros con quienes durante algunos lustros, tuvo tacto de codos e intercambio de mañas y costumbres. José Vicente era un agente viajero sin patrón que lo regañara; sin muestrario que mermara a cada visita de muchachas; sin mulas que lo patearan, y sin poncho de jebe que dejara pasar el agua hasta los huesos.

Del agente viajero de aquellos tiempos, José Vicente poseía el hondo espicurismo y el verdadero sentido de la vida. Era necesario reír, comer, beber, bailar y, a veces, trabajar. ¡Todo lo demás, le importaba lo que a una mona podría importarle el antifonario!

Esa visión filosófica de la vida —de legítima estirpe mandarinesca— hizo de José Vicente un hombre originalísimo, y le valió ser considerado como el más recio y buido colmillo del León de Jequetepeque, su pueblo natal.

Conviene advertir que a manera de coronamiento de su excelsa personalidad, José Vicente atesoraba 24 de las 12 virtudes que según San Pelayo, debe poseer el caballero sin tacha y sin mancilla.

Estamos seguros de que ni el vuelo de las fugaces horas, ni el haber engrosado innoblemente, influyeron jamás para operar cambios en José Vicente. Y eso que Schopenhauer afirma que en la vida todo cambia, y que lo único inmutable es el cambio.

Pues señor: en uno de los alegres días en que rodeando la egregia figura de José Vicente, tomaban asientos —en la «mesa de los cónsules»— una buena cantidad de agentes viajeros, se acercó un señorón muy conocido por su poco seso, por su vanidad, y por sus pretenciones. Era hijo, nieto, y bisnieto de señorones de la calle de San Francisco, y pretendía ser elegido diputado por la provincia de Piura. Quien pide al aire y pide poco ¡es un loco!

Olvidábamos decir que por aquella época, José Vicente había hecho añadir a sus tarjetas en las que señalaba ser coopropietario y Gerente-Administrador del «Hotel Colón», y amigo íntimo de José Gómez (Gallito), un rengloncito más: «Subprefecto de Piura»…

Sin despojarse del sombrero y con aire un poco insolente, el señorón barbotó algunas frases relativas a amenazas que un su rival político, le había lanzado hacía pocos momentos: «Y, naturalmente» —decía el señorón— «fundándome en la Constitución que nos rige; pido al señor Subprefecto que me otorgue garantías individuales!»

Llena de olímpica serenidad y de justicia, se produjo la contestación de José Vicente: el Subprefecto de Piura, penetrado del derecho que asistía al señor candidato le otorgaba, desde ese instante, todas las garantías individuales que necesitaba para sus trabajos electorales… Y a renglón seguido, el Subprefecto, dirigiéndose a su Ordenanza, gritó: ¡«Mala Entraña»! Busque Ud. a «Tiburón en Ayunas», y junto con «Tigre Parida» y con «Te comeré los Hígados», protejan la importante existencia del señor candidato que está presente! ¡No lo dejen sólo ni a la luna de Paita, ni al sol de Colán! Con sus vidas me responden ustedes si alguien le toca la cuarta parte de la millonésima de un pelo!

Y encargando que la escolta viniera provista de todos los elementos necesarios para protejer una vida, y lograr su enlace con los centros de protección, despachó a «Mala Entraña» al canchón donde sentados sobre los tambores, o tumbados panza arriba bajo el vuelo de los moscardones, descansaban los «loritos» de la Gendarmería.

La actitud de José Vicente era el colmo de la generosidad y de la realeza espiritual, pues José Vicente no ignoraba que ese candidato —que no tenía aura popular— había escrito al Director de Gobierno acusando al Subprefecto de Piura de negarse a prestarle garantías.

Diez minutos después, «Mala Entraña» se presentaba acompañado de tres tipos patibularios que iban provistos de carabina, revólver, bombas lacrimógenas, vara de la ley, «guaraca» de jebe y honda serrana. Además, en una jaula de cañas llevaban dos palomas mensajeras; y sujeto de gruesa cadena, un perro policía.

Toda esa escolta lanzaba densas tufuradas de chicha y de ácido sulfídrico; y en cuanto a su catadura, uno de los «loritos» mostraba un chirlo que le bajaba desde la frente hasta la boca; otro tenía un verdugón con dos huesos, en lugar de nariz, y otro escondía las orejas ribeteadas bajo dos caiguas soasadas, y sostenidas por un par de piolas.

En cuanto al sargento «Mala Entraña», ¡todo era faltas en él! Le faltaba un ojo; le faltaba un dedo, y le faltaba toda la dentadura. Gajes del oficio!

Por primera providencia el candidato se dirigió a su casa política que días atrás, había sido asaltada por negros de la Mangachería, capitaneados por su rival. Tras de nuestro candidato, arrancó la escolta en medio de un ruido infernal. Sonaban los pitos tocando «reunión». Sonaban las chafarrangas que se arrastraban por el suelo. Sonaban los cerrojos de las carabinas que se cargaban. Sonaban los revólveres que se rastrillaban. Sonaban las espuelas que arrancaban chispas a las piedras.

Ladraba el perro. Aleteaban las palomas, y los mismos «loritos» de la escolta, sonaban con toda suerte de hipos, bufidos, y regüeldos!

Pero el candidato se sentía seguro y feliz!

La escolta perfectamente organizada y maravillosamente equipada, sirvió para que nuestro candidato recorriera todo Piura de calle en calle, de plazuela en plazuela, y de chichero en chichero, imponiendo su candidatura y aplastando a su rival. ¡Nadie osaba ponerse delante de los sostenedores de las garantías individuales! Al menor asomo de peligro, los pitos tocaban «alerta»! y se desenchufaba, se apuntaba, se esgrimía o se «guaraqueaba» segun la clase, posición número y calidad de peligros que amenazaban.

Como todo acaba en la vida, también acabó la manifestación. Los manifestantes se dispersaron enardecidos por su triunfo, el candidato, después de prodigarles el clásico «anda vete», se escabulló en dirección al «Círculo Piurano» con la esperanza de comentar se victoria, en el seno de sus amigos.

Pero al ingresar al «Círculo Piurano», la escolta pretendió ingresar tras de él; y aquí vino la de se cayó San Roque sin que nadie lo toque! El Presidente, los socios y hasta la servidumbre, se opusieron enérgicamente. Consideraban un atropello el hecho de que ingresara la escolta a sus salones: ¡«Afuera! No necesitamos cachacos! Afuera!»

¡«La leva de Perote»! —gritó «Mala Entraña»— ¡«Ni a cañón abandonamos al señor candidato! Cumplimos la orden de Don José Vicente, y nuhay más»!

Ante la actitud de esa escolta que se movía, como Jehová, entre una nube de ruidos y centellas, no hubo más remedio que decir —como los chilenos— «cuando no se puede ¡echarse!». Pero desde ese momento, el candidato fué mirado como persona ingrata, y nadie se le acercó más.

Rumiando su vergüenza y medio tibio con su escolta, el candidato se dirigió a su domicilio cuando ya algunos malintencionados, empezaban con las coplas:

Por un ratito de gusto, nueve meses de penar, cuarenta días de ayuno y año y medio de arrullar!

Al llegar a su domicilio, la cosa fué peor! La esposa del candidato —una limeñita de las que comen con tenedor las uvas— al ver que se introducía en su casa un grupo de foragidos armados hasta los dientes, y con perro y palomas; y, al saber que esos excelentes pezuñentos tenían por consigna no abandonar a su marido ni un negro de uña, cayó en crisis histérica:

«¿Ni cuando coma lo podrán dejar sólo?» —preguntaba la pobre señora.

«¡Ni cuando coma!» —respondía «Mala Entraña».

«¿Ni cuando duerma?» —volvía a preguntar la señora.

«¡Ni cuando duerma!» —volvía a responder «Mala Entraña».

Profundamente afectada ante la idea de las privaciones a que se vería sometida, la señora continuaba interrogando a «Mala Entraña»:

«¿Y habrá que dar de comer a ese perro?»

«Sí, señora, ¡asadura y mondongo todos los días!»

«¿Y a ustedes también?»

«Sí, señora ¡Seco de chabelo; lenteja bocona con arroz; malaya de capáu, y su chichita.»

«¡Santísimo Señor de Chocán ¡Me vuelvo loca!» —exclamaba la señora.

Mientras tanto, el candidato no sabía que hacer ni que decir del precio a que estaba pagando las garantías individuales. Y como muchas veces una impresión muy fuerte relaja el esfinter que mira a los talones, llegó un momento en que el candidato se dirigió a la huerta, en busca de cierto cajón colocado a la sombra de un añoso floripondio y sobre el silo lleno de cucarachas.

Pero la escolta salió tras de él, y erre que erre en montarle guardia:

«¡Pero, hombre, ni aquí me dejarán sólo!» —balbuceó casi con las lágrimas en los ojos, el candidato.

«¿Y si aprovechando que está usté solo, y con una mano ocupada, viene el otro candidato?» —respondió «Mala Entraña».

Y entonces fué cuando el candidato llegó a comprender que José Vicente se estaba burlando de él, y que el chisme con el Director de Gobierno estaba vengado ¡Muy bien vengado!

Después de una noche en la que los ¡alerta! de la escolta, los ladridos del perro policía, y los aleteos de las palomas mensajeras no dejaron dormir ni a grandes ni a chicos, el candidato se presentó donde José Vicente que aún estaba entre palomas:

«¡Vengo a pedirle a Ud. un favor muy grande, Señor Subprefecto!»

«Usted dirá, señor candidato!»

«¡Por piedad ¡Suprímame Ud. las garantías individuales!»